La primera ley de la termodinámica es
conocida por todo el mundo. Dice: “La energía ni se crea ni se
destruye, solo sufre transformaciones”. Esta afirmación lleva a la
gente a presuponer que la energía acaba girando en un sistema
cualquiera de una forma eterna. Nada más alejado de la realidad. La
energía se pierde, se “degrada” cada vez que la transformamos
haciendo que una parte de ella se disipe, generalmente en forma de
calor. Este gran principio conforma la segunda ley de la
termodinámica y da sentido a todo lo que sucede. Esta inevitable
tendencia a la dispersión de la energía, se denomina Entropía y
dirige el universo desde el famoso “Big Bang” inicial.
Según esta “Segunda Ley” los sistemas
ecológicos o ecosistemas, necesitan un aporte constante de energía
que alimente o supla las dispersiones de esta, cada vez que pasa de
un grupo de seres vivos a otro, o sea, cuando estos se comen entre
si.
En nuestro planeta la principal fuente de
adquisición de energía es la radiación solar. Siempre se tuvo claro
que los ecosistemas submarinos se nutrían, aunque de una forma
indirecta, también de energía solar.
En los primeros días de 1960, Jaques Piccard y
Don Walsh, a bordo del batiscafo “Trieste”, llegaron al fondo de la
fosa mas profunda de la Tierra, cerca de las islas Marianas, en el
Pacífico. Después de cuatro horas de descenso lento y cauteloso, sus
focos iluminaban por primera vez el fondo más alejado de la
superficie marina de todo el planeta. Estaban a 10.918 metros de
profundidad y lo primero que vieron fue una especie de lenguado que
sobresaltado, escapaba de su reposo en el lecho marino. Era evidente
que, ahí abajo, había vida y que tampoco tenían que “volverse locos”
buscándola. Parecía que los ecosistemas “afóticos” de los fondos
marinos gozaban de una sorprendente buena salud. De hecho casi
siempre que se largaba una draga desde un barco oceanográfico, aún
sobre cotas de bastante profundidad, aparecían formas de vida más o
menos complejas.
El aporte de energía sin duda, provenía de los
restos orgánicos que caían desde la superficie y desde luego,
parecía que era mucho más productiva de lo que se había supuesto en
un principio, ya que sus “sobras” permitían cadenas alimenticias,
muchos metros mas abajo.
Nunca más se bajó a esa profundidad y mucho
menos con personas dentro de un batiscafo. Se realizaron trabajos y
algunas exploraciones interesantes, pero tendrían que pasar 17 años
para que el “Alvin”, un robot guiado desde la superficie,
sorprendiera con imágenes grabadas a 5.000 metros de profundidad,
cerca de las islas Galápagos.
Grupos de gusanos tubícolas, de unos 3 metros y
provistos de hemoglobina en sangre, tapizaban apiñados el fondo
propiciando, con multitud de refugios, un ecosistema tan abundante,
que podía competir en biomasa con un arrecife de coral. Había
cangrejos y peces de diferentes tamaños. Mejillones de unos 20
centímetros formaban racimos abundantes y pequeñas nubes de gambas
recorrían la zona. ¿De que vivía tanta gente?..¿Caían tantas sobras
como para permitirse semejante festín?
Una cosa era lo que se llevaba observando en
años anteriores y otra muy distinta, aquel pequeño y oscuro vergel.
Fue uno de los descubrimientos más impactantes del siglo
XX.
Estos ecosistemas estaban situados alrededor de
chimeneas volcánicas que arrojaban al exterior “sulfuros de
hidrogeno” a elevadas temperaturas. Estos compuestos, se generan por
el enfriamiento magmático producido a su vez, por la inyección de
agua fría del fondo marino, a una gran presión. Ciertas bacterias,
especializadas en obtener energía a partir de esta molécula, son las
primeras a incorporarla al ecosistema. Después, es tan sencillo como
que “unos” se coman a estas bacterias y “otros” a su vez, a quienes
se han comido previamente a estas y… ¡“voila”!. Ahí tenemos unos
seres vivos interrelacionándose (o lo que es lo mismo, comiéndose
entre ellos), viviendo solo de los recursos energéticos que
proporciona el interior de su planeta. Sin ninguna necesidad de luz,
totalmente independientes de la energía solar y por lo tanto, sin la
limitación de su posición con respecto al astro. Ya que la luz, aún
siendo una fuente de energía excelente, requiere estar bien situado.
Si estamos cerca del sol (Venus, por ejemplo), nos llega también la
radiación y el calor, la temperatura será demasiado alta. Si estamos
algo más lejos (pasado Marte), llega ya dispersa y será muy tenue,
insuficiente.
Europa es un satélite de Júpiter. Su superficie
esta helada pero bajo su costra de hielo, hay agua liquida de una
composición y origen muy similar a la de nuestros océanos. Está
geológicamente activo, tiene erupciones volcánicas y sus fondos
deben estar sujetos a emisiones de su interior incandescente. El
distante sol, parece una estrella más en su cielo constantemente
oscuro. Apenas le llega luz, pero después de lo que ya
sabemos...
¿Por qué no?
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