por José
Peñalver Sociedad de
Historia Natural del Mar

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oceania |
Uno de los fenómenos naturales más
asombrosos con el que pueden obsequiarnos los océanos es el de la
bioluminiscencia, o lo que es lo mismo, la capacidad de producir luz
que tienen ciertos organismos. Basta con recoger un balde de agua de
mar y agitar nuestras manos en el interior para que un sinfín de
partículas fosforescentes se activen en torno a nuestras
manos.
La bioluminiscencia se debe a la interacción de
dos sustancias de origen proteico: la luciferina y la luciferasa.
Estas proteínas, al reaccionar entre sí en presencia de oxígeno,
originan una luz fría, pues no produce calor.
Noctiluca miliaris es un organismo unicelular
al que se deben la mayoría de los fenómenos de fosforescencia en el
mar, ese que chisporroteará en nuestro balde al agitar las manos.
Pero muchos organismos pluricelulares también son capaces de
producir luz a través de unas complejas estructuras llamadas
fotóforos, compuestas por lentes, capas reflectantes, pantallas
pigmentadas y células fotógenas. La luminiscencia en ciertos
cefalópodos y peces puede deberse también a la acción de bacterias
luminosas que viven en simbiosis con el animal. En el interior de
los fotóforos, estas bacterias sustituirían a las células fotógenas
que producen la luz.
Poco se sabe aún sobre la utilidad de la
luminiscencia en los organismos marinos, pero pueden apuntarse
varias funciones como, por ejemplo, el reconocimiento de la pareja
(tal y como ocurre entre las luciérnagas), la utilización de
apéndices luminosos como cebos para la captura de presas (como en
los pejesapos) o el uso de la luz para advertir de la presencia de
sustancias tóxicas a posibles depredadores.
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