|
|
Paseaba despreocupadamente entre los
puestos de un mercadillo callejero, cuando una pulsera esmaltada
me llamo mucho la atención. Eran colores azulados, con los tintes de
añil y turquesa que tantas veces me habían embelesado, en tantas
calas cristalinas, de tantos sitios del Mediterráneo nuestro.
Reconocí sus colores y, como siempre pasa en estas ocasiones, mi
memoria me llevo a recordar también olores, sabores y sonidos. En
pleno ataque de éxtasis sinestésico, compre la pulsera para que esos
colores lucieran en el brazo de mi pareja. Será mi destino, pero la
dueña de esos esmaltes... se llama Mar.
De todas formas, amar
al Mediterráneo, no resulta tan fácil. Está contaminado, sucio,
repleto de gente, tiene un tráfico naval exagerado y una sobre pesca
generalizada. Sus costas han sido en buena parte destrozadas por la
insensibilidad, algunas de sus ciudades son un claro ejemplo de mal
gusto y de lo que podríamos denominar: Antiurbanismo. Ni siquiera es
realmente azul, ya que como todos los mares, solo refleja el color
del cielo.
Pero esta porción de agua salada que se extiende
“desde Algeciras a Estambul”, es el mayor mar interior del mundo y
el escenario donde ha crecido nuestra cultura. Esta conectado a
otros mares a través de dos reducidísimos estrechos naturales
(Gibraltar y Bósforo) y uno artificial (Suez).
Su nombre es
al mismo tiempo un tipo de dieta, un clima, una cultura, una forma
de vivir y una tonalidad... de azul!
También es donde
nacieron muchas cosas que forman parte de nuestra esencia. Cosas que
nos han hecho así como somos. Podríamos decir que es el “hogar” de
buena parte de nuestra forma de pensar.
El propio nombre que
ostenta actualmente, es un claro ejemplo de lo que de él se pensaba.
Mediterráneo quiere decir "en medio de la tierra". Los primeros
cartógrafos, partieron de cartas náuticas primitivas, casi todas de
este mar. Cuando otras porciones del mundo fueron descubiertas, como
América o las costas Atlánticas de África, fueron añadidas a la
cartografía clásica apareciendo como apéndices de esta. En el
centro, siempre dominando, estaba el Mediterráneo. Hasta hoy, las
proyecciones de los mapamundi actuales, también tienden a colocarlo
centrado.
Los griegos clásicos, fenicios, tartesios y todos
los pueblos que en ese momento lo surcaban, lo llamaron "mar
interior". Mas allá del estrecho, las míticas columnas de Hércules,
anunciaban un misterioso "mar exterior" donde realmente comenzaban
las aventuras.
Los Romanos, mucho más pragmáticos y para que
no quedaran dudas, lo llamaron "Mare nostrum".
Pero
retrocedamos mucho más, al principio de su origen. Fue durante la
era secundaria, hace unos 270 millones de años. Todos los
continentes estaban agrupados en una única masa de tierra firme
llamada Pangea ("toda la tierra"). Esta, tenía una gran entrada del
océano circundante, como si fuese un enorme golfo. Era el Mar de
Thetis. Obtuvo su nombre de una divinidad de la Grecia clásica, hija
de Gea.
El Mar de Thetis tuvo una gran importancia en la
ecología de Pangea, proporcionó humedad al interior de ese
continente de dimensiones tan extraordinarias. Rebajó las
temperaturas cálidas y templó las frías, en pocas palabras, atenuó
lo extremo que pudiese resultar el clima. Pero la verdadera
importancia se notó más adelante.
Cuando Pangea se comenzó a
fracturar, sometida a las presiones de las corrientes del manto
terrestre, aparecieron dos continentes, uno en el norte: Laurasia y
otro en el sur: Gondwana (algún día contaremos la hermosísima
historia que subyace tras este nombre). El Mar de Thetis se
transformo en un brazo de agua que dividía transversalmente, a las
dos masas continentales.
Se formaron lagunas y mares
interiores de diversos tamaños, aguas someras, cálidas y
productivas. Se intercomunicaban con las mareas, formando un
entramado de conexiones y canales que permitían que los seres vivos
fluyesen a través de todas estas pequeñas parcelas de especiación.
Este ecosistema tan singular (actualmente no tenemos nada
semejante), favoreció una explosión de biodiversidad, de la que
todavía hoy somos herederos.
Sin ir más lejos, nuestros
cetáceos descienden de un grupo de animales (Mesoníquidos) que
prosperaron en este tipo de ambientes.
Chapoteando, cazando
y/o pescando entre estos lagos someros, fueron estableciendo una
relación con el agua que más tarde les llevaría a ser los mamíferos
marinos más extendidos del planeta. No consigo imaginar un ambiente
que fuera más favorable para un “romance” entre animales terrestres
y medio acuático. Nuestro Mediterráneo, se origina partir de los
restos de este mar de Thetis. Poco a poco, los continentes lo van
rodeando y perfilando sus costas actuales.
Debido a la
deshidratación que suponen los continentes que lo limitan y al calor
derivado de su latitud, la evaporación era superior a la adquisición
de agua continental, en forma de aporte fluvial (aún hoy, sigue
siendo así). De forma que el Mediterráneo mantenía su nivel gracias
a la entrada de aguas Atlánticas. En el Pleistoceno de la era
terciaria (hace unos 8 millones de años), el estrecho de Gibraltar
se cerró por los movimientos de las placas africana y euroasiática.
Nuestro mar se secó en menos de 2000 años. Una extensa y espesa capa
de sal cubrió el fondo, formando una planicie enorme que nos hubiera
permitido andar desde Baleares hasta Italia, sobre una superficie
plana y blanca.
Los ríos que fluían desde los continentes,
tuvieron que excavar nuevos cauces al correr sobre lo que fue un
fondo marino. Tallaron cañones que hoy están sumergidos y que
atraviesan la plataforma continental de una forma
sorprendente.
Durante algo menos de un millón de años, el
estrecho fue un puente terrestre que permitió el paso de fauna desde
un continente a otro. Al final de este periodo, las mismas presiones
que lo cerraron, volvieron a abrirlo violentamente.
Una
enorme cascada, 100 veces más caudalosa que las actuales Victoria,
rugió precipitando las aguas del Atlántico en la cuenca que hoy
alberga el Mar de Alborán. En menos un siglo (algunos autores hablan
de solo 40 años) se llenó hasta su nivel actual.
Se calcula
que en unos 5 millones de años este proceso volverá a repetirse. Lo
que hoy es Tarifa, colisionara con África aislando nuevamente
nuestro Mar del Atlántico inmenso. No estaremos ahí para verlo,
ninguna especie suele durar tanto tiempo. Pero no importa,
conformémonos con saber que hemos compartido con él buena parte de
la aventura de nuestra Historia.
Si pensáis que exagero,
cerrad los ojos e imaginad durante unos segundos las naves trirremes
con velas rojas; las ánforas con vinos de Pompeya apiladas,
esperando a ser cargadas; el Murex para las togas escarlatas de los
senadores romanos; las sibilas de los templos de Noctiluca o Delfos,
haciendo predicciones embriagadas por vapores magmáticos que salían
del suelo; los altares Fenicios en honor a la diosa negra Astarté;
Tales de Mileto dibujando ángulos en la arena de una playa;
Pitágoras componiendo música con sus amigos; la biblioteca de
Alejandría con todos sus ejemplares, antes de que nos la quemasen
para siempre; Platón charlando con sus colegas por la tarde bajo la
sombra de un emparrado; piratas berberiscos volviendo a sus puertos
con las cabezas decapitadas de sus presas colgando de la jarcia;
caballeros cruzados mareados en la cubierta de un barco rumbo al
Líbano, y a pesar de ello, dispuestos a conquistar Jerusalén; el
griterío en la cubierta de las galeras, embistiéndose brutalmente en
Lepanto; el humo de los cañones de los barcos corsarios, acosando a
los mercantes tras una persecución de días; Napoleón triste y
abandonado asomado a un acantilado... y todo eso siempre, con el
mismo fondo de azules que hasta hoy están ahí. Una tonalidad para el
mar y otra para el cielo.
Este verano, los que os aproximéis
a él, recordad que le debemos un respeto.
|